martes, mayo 09, 2006

Melodías de lo siniestro




Encuentro en sus latidos

melodías de lo siniestro,

el hondo fluir del tiempo,

el misterio del respiro.

Gustavo Casas


Dondequiera que estemos,

lo que oímos es en su mayor parte ruido.

Cuando lo ignoramos, nos molesta.

Cuando lo escuchamos,

lo encontramos fascinante.

John Cage


“¿Y, qué es esta genialidad que estamos oyendo?” me preguntaba hace unos días una voz femenina muy familiar con una dosis sutilísima de sarcasmo deletéreo. Pues bien, lo que oía era Opeth, una banda sueca de fusión. Mezcla de Death Metal, Jazz, Blues y otros géneros ya difíciles de distinguir y de cuyos nombres no estoy intentando acordarme. La cuestión no es qué se oía en esos momentos en casa, sino cómo se manifiesta una percepción a priori de algo llamado Death Metal. Desde que tengo uso de razón deathmetalera, ha desfilado por mis oídos una variada lista de adjetivos, en su mayoría, descalificativos, en referencia a este singular tipo de música. En un principio, como suele suceder cuando uno recién se coloca tal o cual camiseta, me daba un tiempo para responder a las provocaciones. Después de todo, la desacreditación de un factor de identificación sea cual sea su naturaleza, siempre afectará y confrontará nuestro ego, es decir, nuestro principal y aguerrido defensor de la identidad.

Bien, pero vayamos al grano. El Death Metal podría ser considerado como el hijo bastardo del Thrash y el Punk, géneros de genealogía muy diferente pero con algo en común: su legítima violencia. Es precisamente en la época postpunk de mediados de los ochenta cuando ya se dan los primeros indicios de que algo aún más brutal que el Thrash se nos venía encima. Si bien en aquel entonces bandas como Metallica, Megadeth y Iron Maiden, por mencionar las más famosillas, ya vivían momentos de gloria con riffs veloces y baterías artilleras, lo mejor ―o peor― estaba por llegar. En 1986, Death, un grupo formado por Chuck Schuldiner de 18 años de edad lanza el acetato Scream Bloody Gore. Aunque se podría decir que los inicios del Death Metal hallan sus primeros arrullos en una banda de principios de los ochenta llamada Venom, Scream Bloody Gore marca realmente el parteaguas del Death Metal como un género reconocible. Con tempos progresivos y discontinuos y con un sonido vocal muy característico que basa sus encantos en gritos gravemente oscuros, derroches guturales que parecen ser una invitación para visitar el mismísimo infierno, el nuevo estilo se consagra en los tímpanos de los metaleros más radicales. De ahí en adelante se vendría una afortunada catarata de bandas tanto europeas como estadounidenses. Del incomprensiblemente llamado viejo continente surgen los británicos Carcass o los suecos Entombed y del nuevo mundo ―mote aún más incomprensible― surgen bandas como Morbid Angel, Suffocation o Deicide.

Bien pero, ¿qué hace tan aberrante al Death Metal? Me atrevo a decirlo de manera simple ―que no simplista―: la impaciencia. El prejuicio que pesa sobre el estruendo deathmetalero es en esencia fruto de la falta de paciencia musical para escucharlo en su complejidad. Sin embargo, hemos de admitir que esto no es difícil de pretextar, es decir, se entiende fácilmente. Por lo general, uno se acerca a la música por un gusto específico. Unos lo hacen para bailar, otros para relajarse, otros para llorar, otros para llenar un vacío silencioso y otros para escuchar de qué está hecha. En algún momento, todos formamos parte, en mayor o menor medida, de estas divisiones. Y, ¿por qué rayos se le ocurre a un individuo, aparentemente normal, acercarse a los guitarrazos, los tamborazos y los lamentos vomitivos que nos ofrece el Death Metal? ¿Se trata de un instinto autodestructivo? ¿Resentimiento social y/o religioso? ¿Una mera inclinación por el chamuco y sus viscerales melodías de lo siniestro? Pues quizá todo esto y algo más: el gusto por la música y por la exploración de sus posibilidades tanto técnicas como emocionales.

Actualmente, el satanizado ―nunca mejor dicho― género del Death Metal se encuentra, como anticipé al inicio, fusionado con múltiples estilos y tendencias. Las letras no son, en muchos casos, y a diferencia de lo que suele imaginarse, un compendio de insultos paganos o antirreligiosos. Existe una gama amplia de discursos impensados que van desde los que lanzan una apología cristiana operística (escúchese Believer o Mortification), hasta los épicos postvikingos que narran batallas y mundos fantásticos de extracción escandinava (escúchese In Flames o At the Gates). Es necesario decir que en una buena sesión musical de un grupo de reconocida calidad, digamos Cynic, Dimmu Borgir, Cryptopsy, Obituary o Morbid Angel, la diversidad de sonidos y melodías se extiende más allá de lo que en principio un escucha escéptico podría pensar. Desde luego que hay niveles, como en todo ―¿tengo o no tengo razón?, cuestionaría nuestra celebérrima heroína, la Chimoltrufia―, con algo de mala suerte y mal ojo auditivo ―válgaseme la expresión― podríamos caer en las garras del lado más oscuro del Death Metal: el ruido por el ruido. Porque hay que decirlo, el acoplamiento del ruido como forma de expresión musical tiene sus riesgos, altos riesgos de los que la mayoría de bandas no sale bien librada. No obstante, soy de la idea de que en el arte hay que ir por lo oscurito, arriesgando el pellejo, mirando al precipicio. Esta apuesta de la integridad tanto del artista como del que se atreve a probarlo es el fruto primigenio que alimenta el gusto, lo desinhibe convirtiéndolo en placer. Una vez que se tienta la curiosidad, bastará con un poco de paciencia.

Mencioné que en mis años adolescentes respondía a los vituperios que llovían sobre mis gustos musicales; ahora, ya ahondado en los fangos pútridos del Death Metal y de mi identidad treintagenaria, me reservo el derecho de responder a las agresiones. Si tengo la paciencia para escuchar cantar al demonio, cómo no habré de tenerla para oír la palabrería del neófito provocador.


Publicado en Tabique, revista para la obra, la zozobra y los colados, mayo 2006

© Efraín Trava, 2006