domingo, junio 03, 2007

Siete frases, muchos sapos y un crepúsculo




Tengo miedo me dijiste ese día en que el sol se vencía y nos deslumbraba reflejado en el estanque. Temblabas como todas las ramas y te deshojabas lentamente con tu otoño particular. Ese día compartíamos dosis fuertes de silencio que además no lográbamos transformar en calma. Al contrario, cada vez que nos percatábamos de todos los ruidos inútiles de aves e insectos, nos angustiaba aún más nuestra indiferencia. ¿Llegaste a odiarme? ¿O sólo sentiste que no te entendía, que era pendejo, lento y baboso como un caracol? Me hacía esas preguntas y hundía el cuchillo un poquito más hasta que podía ver el hilito rojo escurriéndose en mi panza -cliché de novela de segunda, metáfora podridita del poema que no quise escribir-, da igual, quería borrarlo todo, como tantas cosas que nos faltan por desimaginar, las que venimos arrastrando, que nos han marcado… todo lo que hemos dejado. Hay que limpiar la casa para poder habitarla.

¿Cuánto? pregunté. Y te alcanzaba para no llorar. Para poder ver a los sapos estirando sus patotas en el agua, repletos de cadencia. No dejabas de verlos. Te enloquecía el ritmo, tus ojos los seguían en cada cruce, eran un chingo. Esos también desafiaban nuestra mudez, la cargaban de emoción: a veces de ansiedad y a veces de esperanza… pero todo eso no lo supe hasta después.

Suficiente dijiste, y recordé todas esas explicaciones caducas sobre la vulnerabilidad adolescente, sobre los fantasmas infantiles y la peor, sobre el proceso químico del enamoramiento, ése al que tú y yo ya le habíamos dado en la madre. Conclusión: se nos movió la tierra y caímos, cuando abrimos los ojos ahí estábamos, adoloridos, uno al lado del otro. Entonces sólo por instinto quisimos sobarnos los golpes y luego por convicción nos curamos todas las heridas. ¿Éramos dos desconocidos? Todavía lo dudo cuando recuerdo tus ojos cerrados, escuchándome.

Está bien dije sin saber por qué. Y tú mirabas un pájaro como queriendo encontrar las razones ocultas de algo. En sus ojos paranoicos descubriste el miedo, lo penetraste, lo descifraste en un reflejo, y entonces esa mirada oscilante y nerviosa irónicamente te dio paz. Recuerdo tus ojos perdidos en ese instante, mirabas más hacia adentro que hacia fuera, el movimiento de aquel pajarraco era sólo un espejo para mirar tu laberinto. Y encontraste la salida.

Se está yendo fueron tus palabras. Yo pensé en el sol. Por primera vez quise que la noche nos impactara con toda su fuerza. La luz se lo estaba llevando todo. El puto miedo se está yendo repitió el eco de tu voz. Quedamos inmóviles mientras todo se oscurecía y los ruidos se hacían más largos y profundos. Nos tocamos. Aprovechamos nuestra última dosis de silencio para respirar en la boca del otro. Pensé en meterme al agua y sacar muchos sapos para ti, hacían un ruido ensordecedor, se inflaban y se desinflaban, vibraban todo el tiempo con un ritmo fascinante, parecían no querer parar nunca. Cada movimiento tenía sentido, cada salto, cada contracción prolongaba su existencia y ¿por qué no? también la nuestra.

¿Qué sientes? alcancé a preguntarte.

Que se me va a salir el corazón. Agárralo.



© Efraín Trava, 2007



jueves, mayo 17, 2007

Deshójate jacaranda











deshójate jacaranda muéstrate vencible

ya reunidos tus frutos en el suelo serán

un ligero anuncio de tu insomnio

continuo

inconmensurable

como una larga temporada de silencio

como cascada de un líquido que sólo pretende ser agua

mas no lo logra



© Efraín Trava, 2007